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Capítulo 5

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Mensaje  Abadón Jue Oct 29, 2009 9:32 pm

No llegué muy lejos al principio, solo hasta Plasencia, a dos días de viaje. De casa me llevé un buen caballo, un gladius que me dio padre y que según él se lo había regalado un famoso general después de Vercellae y una bolsa repleta de oro para adquirir el mejor equipo de armadura y escudo que se pudiera comprar. Ahora bien, al caballo habría de devolverlo con el esclavo que me acompañaba ya que seria un simple infante y solo los tribunos y legados montaban. El gladius, como creo haber expresado antes, no era más que un cuchillo grande, eso si, extremadamente afilado y con una hermosa empuñadura de marfil con un águila tallada en su extremo… el cual yo no pensaba usar bajo ningún concepto. Y la bolsa de oro quedaría repleta porque no pensaba gastarme un sestercio de más en equipo.
Al llegar a Plasencia vi que esta ciudad poco tenía de gala. Había una gran plaza de mercado junto al forum, al lado de este un teatro y repartidos por ahí varios templos dedicados a dioses que llevaban nombres como Júpiter Óptimus Máximus, Venus Victrix, Fortuna y un millar de otros que vaya a saber como se hacía para recordarlos a todos.
En el centro de la plaza estaba la mesa del reclutador y hacia allí fui. Antes de llegar bajé del caballo, tomé la bolsa con mis escasas posesiones, entregué las riendas al esclavo y me dirigí sólo hacia mi destino.
Sentado frente a la lista de nuevos reclutas estaba el típico romano bajito, calvo y anodino. Con voz chillona me preguntó:
-¿Eres ciudadano romano?
No le contesté, simplemente le presenté mi carta de ciudadanía.
-Cayo Rabirio Póstumo Argecilao Félix. –Canturreó mientras anotaba en el rollo se papiro.- Te vas hasta el campamento de entrenamiento y le dices al ayudante del praefectus fabrum que ya te inscribiste.
Yo me quedé mirándolo sin comprender mucho.
-¿Ya soy soldado romano? –Le pregunté ya que no creía que fuera tan fácil.
-No muchacho. Ya estás “anotado” en el ejército romano. Ahora te esperan tres meses de duro entrenamiento, luego veremos si te conviertes o no en un soldado.
Y no, obviamente no iba a ser tan fácil.
El campamento de entrenamiento era una gran planicie sembrada de tiendas y construcciones de madera, lo que más llamaba la atención era la cantidad de cuadras. Eran más largas y un poco más finas de las que yo conocía. Luego me enteraría que eran para las miles y miles de mulas que utilizaba César. Me indicaron por ahí un sujeto chueco y casi tan viejo como padre cuando pregunté por el ayudante del praefectus fabrum.
-¿Tito Roscio? –Le pregunté ya que así me habían indicado que se llamaba.
El vejete me miró de arriba abajo mostrando el hueco que era su boca, donde solo asomaban un colmillo y dos muelas.
-¿Entiendes latín galo? –Me inquirió con voz gangosa.
-No solo lo entiendo, hasta lo hablo mejor que tú. –Le contesté ofendido.
-Bien, bien, mejor así, un bárbaro educado. Ven aquí, te daré tu equipo.
Seguí a Tito Roscio a lo largo de la vía principalis hasta un gran depósito, en el que entramos. Había allí apilados una gran cantidad de escudos, cotas de malla, espadas, etc.
-Bien, bien, éstas no se regalan, se pagan. Todos los soldados romanos deben comprar su armamento. ¿Cuánto estás dispuesto a pagar, muchacho?
-Nada. –Contesté.
-No tienes que desembolsarlo ahora, se que ustedes, los galos nunca tienen oro, salvo que saqueen a algún pobre viajero, y tu estás demasiado limpio para ser salteador de caminos. Al equipo te lo iremos descontando de tu salario.
-¿Cuánto será mi salario y cuanto se me descontará?
-Tu salario será de cuatrocientos ochenta sestercios y se te descontará la mitad.
-¡La mitad! –Exclamé comenzando a regatear, después de todo soy hijo de mi padre.- ¿Durante cuanto tiempo se me descontará la mitad de mi salario?
-Depende de la calidad del equipo que quieras.
-¿No son todos iguales?
-¡Claro! –Dijo guiñándome un ojo.- Pero algunos son más o menos iguales que los otros.
-Tráeme el equipo más barato que tengas.
Fue hasta el fondo y de allí trajo un atado de cosas. Resultó ser que el envoltorio era un Sagum, una especie de capa de lana recubierta de grasa que (supuestamente) es impermeable a la lluvia y al viento y que se utiliza como abrigo y frazada… aunque me parece que eso se haría con uno sano… ya que el que me mostró estaba viejo y apolillado. De allí sacó una cota de malla muy delgada y herrumbrada, unas caligae que a la derecha le faltaba una tira y a ambas varios clavos, un casco sin las cintas y una greba más larga que la otra.
-El escudo y el gladius es el mismo para todos.
-¿Y por cuanto tiempo me descontarán este “equipo” de mi salario?
-Por dos años.
-¡Do… Dos años por esta porquería!
-Es lo que vale… -Dijo el viejo encogiéndose de hombros.- Pero dejas de pagarlo si mueres, aunque todo vuelve al ejército.
-Por lo que me importaría… ¿Tienes algo mejor?
Y me fue mostrando.
Por un conjunto donde solo la cota de malla pesaba un talento (el talento equivalía a casi veinticinco kilogramos), tres años a media paga. Por otra que le faltaban eslabones y las grebas eran de bronce, cuatro años. Por un casco sin penacho, abollado por un lanzazo, cinco años. Por un conjunto en buen estado de conservación pero de calidad media para abajo, siete años. Por pasarme los diez años de servicio a media paga me daban una cota de hierro que no sobrepasaba el medio talento, grebas del mismo tamaño y grosor, caligaes nuevas y que hasta incluía un pañuelo de lana para que el rozar de los eslabones no me lastimara el cuello. Lo único defectuoso era el sagum. Yo prefería mil veces una buena piel de oso, pero como me explicó Tito Roscio, ese lienzo grasiento y mal oliente está incluido en el reglamento.
-Cuatrocientos sestercios son ciento veinte denarios. ¿Verdad? –Pregunté a Tito Roscio.
-Verdad.
-Y seis mil doscientos cincuenta denarios hacen un talento…
-Psi…
-Luego, como legionario yo ganaré un talento de plata en lo que dure mi contrato.
El ayudante del Praefectus Fabrum puso cara de no comprender.
-Si, si tu lo dices. –Expresó al final.
-Lo que quiere decir que este conjunto, tu mejor conjunto, me costaría la suma de… ¡Tres mil doscientos denarios! –De golpe me abalancé y lo tomé de la camisa violentamente.- ¡Tú intentas estafarme! –Le grité a la cara.
-¡No! ¡No! –Exclamó soltándose.- ¡Es la tarifa para todos! ¡Si alguien estafa es el ejército, no yo!
-¡Lo que sea! ¡No terminaré pagando medio talento por esta porquería!
-¿Y qué culpa tengo yo que no tengas oro para adquirir algo como la gente? –Me dijo mientras se masajeaba el cuello.
-Y suponiendo que tuviera oro…
-Sería la primera vez que veo a un galo con oro…
-¿Sería la primera vez que ves a un ciudadano romano con oro?
-Ahhh… Para un romano con oro tengo algo especial.
Y se dirigió hacia el fondo del depósito, de allí regresó con un atado muy rojo.
-Un sagum de Liguria. –Dijo al desenvolver el equipo- No hay lugar donde los hagan mejores. Mira, está nuevo, ni un solo uso. Con esto puesto no notarás una sola gota de lluvia por más que Júpiter Óptimus Máximo esté descargando toda su furia sobre ti.
Toqué el sagum, era suave al tacto y emanaba un grato olor a cera de abejas. Lo levanté y debajo se encontraba una brillante cota de malla con un grueso cinturón de cuero, tampoco estaba usada y los anillos se encontraban firmemente encajados.
-Pesa menos de medio talento y es capaz de resistir el peor hachazo del peor germano. –Me comentó Tito- Las grebas y el casco son del mismo hierro, obtenido de la misma veta en las minas Marianas de Hyspania.
Completaban el conjunto unas recias caligaes con clavos de hierro, la falda de cuero grueso y cinco bufandas de lino.
-El lino, -Me explicó.- no te hace transpirar como la lana, ni te hace picar y absorbe el sudor de tu cuello.
-¿Y cuánto vale?
-Un décimo de talento de oro… al contado.
Un décimo de talento de oro era bastante menos que medio talento de plata, pero algo más de lo que yo tenía.
-Te ofrezco un quinceavo de talento por todo.
-No, no. Esto no es para regatear.
-¿Estás seguro? –Pregunté mientras sacaba mi bolsa de oro y comenzaba a contar trescientas veintitrés piezas de oro sobre la mesa.
Tito miraba ávidamente el montón de monedas que yo iba apilando. Tomó una, la miró, la chupó, la dejó nuevamente junto a las otras.
-La doceava parte de un talento… -Dijo con voz ronca.
-La quinceava, dudo que a ti te haya costado la mitad de eso.
-¡La treceava!
Lo miré entonces con cara de desinterés, me encogí de hombros y le dije:
-Bien, como quieras, dame entonces el equipo de siete años… -Abrí nuevamente la bolsa y coloqué la mano sobre el oro en ademán de volver a guardarlo.
-¡Ah! ¡Son duros estos galos! –Exclamó al tiempo que me sostenía la mano sobre las monedas.- Te la dejaré a un quinceavo solo porque eres el primer galo con oro que conozco.
No es que supiera regatear, pero más de una vez había visto a padre hacer lo mismo cuando compraba un caballo o un esclavo. El siempre decía “la probabilidad está del lado de quien tiene el oro”. Tito guardó el oro y si no le dejé la bolsa también fue porque me quedaban unos veinte denarios dentro.
-Para que veas lo bien que me has caído, te traeré el mejor escudo y el mejor gladius que tenga.
Más yo no le prestaba atención pues estaba revisando mi nueva adquisición. Al rato volvió. Traía consigo el típico escudo romano curvado hacia adentro y que cubría de los hombros hasta las rodillas, aunque a mí me quedaba más chico que eso. Lo tomé y lo sopesé, era pesado. ¡Ah! ¡Cuánto daría por no tener que utilizarlo! Me extendió luego el gladius, más yo lo miré con desprecio.
-¡Quita eso! –Exclamé- ¡Ya tengo un cuchillo!
-¡Maldito galo comedor de ratas! ¿Cómo osas llamar cuchillo al gladius, la más perfecta espada jamás fabricada?
-Cuchillo, gladius, espada… lo que sea, ya tengo uno.
-Pero no creo que tan bueno como este. Mira galo ignorante, fíjate en la empuñadura de madera cubierta de cuero, fíjate que perfectamente balanceado está. Toma, toma.
Lo tomé. Al contrario del escudo, el gladius era ridículamente liviano. Hice un par de mandobles al aire… y la verdad que con tan poca (o nula) experiencia en el manejo de espadas, no supe apreciar cuan “perfectamente balanceado” estaba.
-Bonito. –Le dije.- Mira el mío.
Saqué entonces el que me había regalado padre. A diferencia del que me mostraba, el mío tenía funda de plata en lugar de cuero y el mango no era de madera sino de marfil y tenía tallada un águila en su extremo.
Tito pareció sorprenderse cuando lo vio. Con toda reverencia lo colocó sobre la mesa. Despacio, muy despacio, casi con cariño, acarició el águila tallada, luego comenzó a extraerla. En la base del filo, la espada tenía grabadas tres letras “L”, “C” y “S”. Cuando aparecieron, Tito la volvió a la funda inmediatamente. Sus ojos parecieron crecer cuando me miró.
-¿De dónde sacaste este gladius? –Preguntó agitado.
-Un general romano se lo regaló a mi padre luego de una batalla.
-¡¿Quién?!
-Este… Este… No lo recuerdo.
-¡¿Cuándo?!
-Hace mucho… Padre es viejo.
-¡¿Dónde?!
-Eso si lo sé, fue por aquí cerca, en Vercellae.
-¡Vercellae! ¡Contra los germanos! ¿Y dices que un general se la regaló? “L”, “C” y “S”… No me dirás que fue Lucio Cornelio Sila…
-¡Ese! Del que hablaban padre con César, Lucio Cornelio Sila.
De tener rostro de asombro, pasó a expresar odio, un puro y feroz odio.
-¡Pedazo de galo ignorante! ¡El más palurdo de todos los palurdos! ¿Y a este gladius… a este gladius justamente… lo llamaste “cuchillo”?
-Si –Respondí inocentemente mientras veía su mano derecha abrirse y cerrarse espasmódicamente sobre la empuñadura del “cuchillo”. Más de golpe se calmó y me habló casi en susurros.
-¿Y dices que conoces a Cayo Julio César?
-Solo lo vi una vez en casa, él me mandó aquí.
-Ah… Ajá… Ah… -Sacó nuevamente la espada y se quedó observándola durante varios minutos, luego la guardó.- Tómala –Dijo extendiéndomela.- Nunca la uses, guárdala. No sabes el increíble valor que tiene. Y ahora ven, te llevaré a tu tienda.


Fin del capítulo 5.
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