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Capítulo 10

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Mensaje  Abadón Miér Nov 25, 2009 1:47 pm

Nos retiramos junto a los demás integrantes de la decuria, que se habían quedado presenciando la práctica, y no estaban siendo amables con el vencido híbrido, quien no me miraba con buenos ojos precisamente. Pero yo venía con la mente en otra cosa. ¡Cuatro días sin caminatas! Me las pasaría echado en el catre haciendo absolutamente nada. Mi máximo ejercicio sería agitar el brazo para arrojar los dados en alguna partida contra Albino por pura diversión y el que las mandíbulas practican al momento de masticar.
La decuria se dividió luego de la cena. Los Cesarianos (o Caesaris) emprendieron la marcha hacia un latifundio cercano para ver de ganar unos oros extras cortando leña o segando cereal. El decurión, Albino y yo nos quedamos al calor de la hoguera escuchando contar a Antistio por enésima vez la campaña de César en Hyspania. Los pompeyanos, luego de lavarse y arreglarse dentro de la tienda, partieron hacia Plasencia.
-A ver como se portan las mujeres de por acá… -Dijo Híbrido antes de marcharse.- Ni se les ocurra esperarnos…
Por lo que me importaba si se iban a Plasencia o a la misma tierra de los hiperbóreos.
La cuestión es que el tiempo que uno dedica a no hacer nada pasa muy lentamente y fue el más efectivo bálsamo para mi dolorido cuerpo.
Lo más destacable fue la llegada del segundo no combatiente que trabajaría en la decuria. Se llamaba Sexto Vento, pero le decían Toscus. Así como Albino era bajo, Toscus alto; así como Albino era delgado, Toscus robusto; así como Albino era blanco, Toscus moreno; Así como Albino se daba maña para todos los quehaceres… Toscus era una completa nulidad…
Yo me sorprendí de que un hombre con su complexión no fuera legionario, más, al cabo de dos horas, se me disiparon todas las dudas. Tardaba un buen rato en contestar las preguntas más simples, se quedaba viendo con la mirada perdida algún objeto y tardaba una media hora primaveral completa en tender un catre. Ah! Y era más bárbaro que Albino para comer.
En lo único que tenía práctica era en la pesca. Y con él fuimos Albino y yo a pasar el resto del permiso a las orillas del río Po. Fueron tres días calmos y pacíficos abocados a atrapar salmones durante el día y ahumarlos durante la noche. Al regresas a Plasencia la tarde del último día de permiso, vendimos todo el lote de salmón ahumado (más el fresco pescado de esa misma mañana) en el mercado, a la increíble cantidad de sesenta sestercios. Yo decliné mi parte en beneficio de mis acompañantes alegando que no me hacía falta el cobre y que me bastaba y me sobraba con la diversión y el descanso que había obtenido. Pero Toscus se opuso firmemente y repitiendo una y otra vez “lo justo es justo” me obligó a aceptar mi parte.
De regreso al campamento, tras cruzar unas palabras con Antistio, fui a la tienda a acomodar mis pertenencias y a buscar una muda de ropa limpia para cambiar la que llevaba puesta que hedía a pescado.
Cuando tomé la bolsa donde guardaba los denarios para añadirle los sestercios ganados la noté demasiado liviana. Apresurado la abrí… ¡Estaba vacía! ¡¿Cómo podía ser?! Desesperado busqué entre el resto de mis cosas los veinte denarios de oro con la esperanza (vana) de que hubieran caído por ahí. Pero no hubo caso. Padre me había prevenido de lo dura que podía llegar a ser una campaña en el ejército romano, previendo esto atesoraba el oro, para comprar cereal en un momento de escasez, o leña en algún período de tiempo demasiado frío, o hierro para arreglar la armadura.
Desconcertado, salí fuera de la tienda para preguntarle al decurión si sabía algo… y fue en ese momento en que la luz se abrió paso en mi entendimiento. Doblando por la vía principalis y en un estado que evidenciaba una extremada ingesta alcohólica, llegaban los pompeyanos. Entonaban una canción que más adelante me hartaría de oír en las tabernas romanas y que hacía referencia al desprecio de una joven patricia por el amor de un pobre del capite cenci. Pero no viene al caso. Sabía que los pompeyanos no tenían dinero, los había visto pelearse por dos míseros sestercios, entonces ¿Cómo le harían para pagar cuatro días de juerga? Estaba claro que robando a alguien… en este caso concreto, a mí.
No alcanzaron a llegar a nuestra tienda cuando me abalancé salvajemente sobre ellos. “¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!” Gritaron un segundo antes de que tumbara a Híbrido de una trompada. Todavía no reaccionaban y ya tenía agarrado a luperco del cuello con una mano mientras lo golpeaba con la otra. Luego es todo muy confuso. Se ve que reaccionaron porque de repente estaba en el suelo junto a mi víctima recibiendo patadas de los otros dos. Usando el cuerpo de Luperco como escudo también comencé a patear. Cuando tuve un instante de respiro me levanté de un salto y repartí puñetes a diestra y siniestra (y por qué no, también los recibí).
-¡Basta! ¡Basta! ¡¿Qué sucede aquí?! ¡Sepárense! ¡Sepárense! –Gritó una voz que salió vaya a saber de donde.
Al parecer los demás se detuvieron, pero yo seguí pegando. Hasta que un fuerte golpe (propinado con la funda de madera de un gladius) dio de lleno en mi cabeza.
Medio turulato me volví hacia furioso hacia el agresor, pero un montón de manos me sujetaron. Cuando se me aclaró un poco la visión, detecté que el hombre que me había golpeado lucía en su casco el penacho transversalmente y su cota no era de malla sino que maclada… es decir… se trataba de un centurión…
-¡He dicho basta! –Volvió a gritar.
Me percaté que estaba rodeado de gente. Eran los soldados de las otras tiendas que habían salido a observar el espectáculo. También estaban Antistio y Toscus, quienes sostenían al pobre Albino que parecía medio desmayado. Los tres tenían sangre, aunque no supe determinar si propia o ajena. Los pompeyanos estaban dos pasos más allá, tratando de mantenerse lo más en pie posible, también cubiertos de sangre (en este caso si confiaba que fuera de ellos).
El centurión nos ordenó dar un paso adelante y a los demás que se retiraran. Luego se dedicó a observarnos. Cuando estuvo satisfecho, volvió a gritar.
-¡¿En qué se supone que estaban pensando?! ¡¿Acaso no saben que en el ejército de César los pleitos están prohibidos?! ¡A ver! ¡Ustedes tres! –Gritó dirigiéndose a los pompeyanos.- ¡¿Se puede saber por qué peleaban?!
Al parecer ninguno se animaba a hablar, hasta que híbrido me señaló.
-¡Habla! –Lo apremió el centurión.
Híbrido hizo un esfuerzo, pero al intentar hablar escupió un diente y un chorro de sangre, acto seguido, devolvió algo del vino que había pagado mi oro. Eso lo alivió un poco, lo suficiente para decir:
-Él empezó…
-¿Acaso está ebrio? –Preguntó el oficial.- ¡Los tres están ebrios! ¡¿Y tú?! –Me preguntó a mí.
-Yo no… -Contesté jadeando.
-¿Por qué empezaste el pleito?
-Porque… -Los miré.- Porque…
-¡Habla maldito méntula o el castigo será peor!
-Porque… me robaron…
-¡No fue robo! –Articuló Luperco como pudo.- Fue préstamo…
-¡Préstamo! –Gritó el decurión.- ¡¿Préstamo?! –Comenzó a pasearse delante nuestro.- Así que tenemos robo, ebriedad y pendencia… suficiente para cincuenta latigazos a cada uno, pérdida de la ciudadanía y venderlos como esclavos o gladiadores. –Me señaló.- Tú serías un buen gladiador. ¿Quién es tu decurión?
Los cuatro volvimos la mirada hacia Lucio Antistio, quien no nos lo agradeció para nada.
-¡¿Tú?! –Preguntó sorprendido.- ¡¿“Tú” eres decurión?! –A Lucio Antistio se le agrandaron los ojos.- Por no saber conservar la disciplina entre tus hombres recibirás el mismo castigo: latigazos, pérdida de ciudadanía y serás vendido como esclavo.
Yo no podía creer lo que estaba oyendo… ¿Me flagelarían? ¿Me venderían como esclavo? ¿A mí? Antes mataba a este energúmeno. Que castigaran al decurión me traía sin cuidado, tendría que haberme explicado las reglas. Y por los pompeyanos menos me preocupaba, sin dudas, si alguien se merecía el castigo, eran ellos. ¿Pero yo? A mi me castigarían por un buen motivo… y a muerte… El hijo de mi padre no llegaría vivo ante los traficantes de esclavos. Estaba calculando el salto para agarrar al centurión del cuello y quebrárselo como a rama seca cuando otro personaje intervino en la escena.
-Tito Pullo –Sonó una voz por detrás del centurión- Sobre que tengo pocos legionarios tú quieres dejarme con menos… Encima sin un decurión… Muy poco práctico lo tuyo.
Así que este era Tito Pullo, el tan temido Tito Pullo. Bueno, ahora sabía bien por qué.
Éste se volvió como un rayo. Automáticamente se puso firme e hizo el saludo militar.
-¡General! –Gritó más que saludó.
Cayo Julio César dominaba el lugar desde lo alto de su caballo. Tenía esa sonrisa que no trasmitía a los ojos, los cuales estaban clavados en el desafortunado decurión.
-Descansa Tito, mejor averigüemos que sucedió. Habla decurión.
El rostro de Antistio era una mueca de pánico. Trago saliva y con ella también coraje. Y Habló.
-No lo tengo muy claro, General. El recluta Cayo Rabirio salió furioso de la tienda, entonces vio a estos tres doblar por la vía principalis y la emprendió a los golpes contra ellos… supuestamente por un hurto.
-¿Y ustedes por qué están golpeados? –Preguntó haciendo referencia a él, a Albino y a Toscus.
-Nos golpeó el recluta Cayo Rabirio cuando intentamos separarlos.
-¡Ajá! Y ustedes –Dirigiéndose ahora a los pompeyanos.- ¿Cuánto robaron?
-¡No robamos general! ¡Fue préstamo! –Se defendió Luperco- Solo lo tomamos prestado. Juro que lo devolveríamos.
-¡Lo que sea! ¿Cuántos sestercios “tomaron prestados”?
-¡Denarios! –Intervine.
-Bueno Argecilao ¿Cuántos denarios?
-Veinte. –Dijo Híbrido.
-¡¿Veinte?! ¿De plata?
Los pompeyanos se miraron entre ellos.
-De… de… de oro…
-¡¿De oro?! ¡Ja! ¡Pequeña juerga! ¿Y no sabían que está prohibido ingresar ebrios al campamento?
-No sabíamos. –Contestaron con el tono más compungido que pudieron.
-¿Y no sabían que están prohibidas las riñas?
-No sabíamos. –Dijeron y yo les hice coro.
-¿Cuál es tu nombre decurión?
-Lucio Antistio.
-Lucio, ilumíname sobre el por qué de tamaña ignorancia.
-Bueno… este… son veteranos, supuse que conocerían las reglas… y Cayo Rabirio no bebe y es extremadamente tranquilo… bueno, por lo menos lo era, a tal punto que simplemente lo olvidé.
-Mmm… veteranos… vuestros rostros no me son familiares. ¿Sirvieron conmigo?
-No, con Pompeyo Magno. –Se apresuró a contestar Antistio.
-¡De Pompeyo! –Exclamó César asombrado.- ¿Tengo el gusto de contar con ex combatientes de mí querido yerno? –Yo hasta ese momento ignoraba que la hija de César estaba casada con Pompeyo Magno.- Supongo que eso explica un montón de cosas. Veamos, es cierto que estoy escaso de hombres, pero el incidente no puede escapar sin castigo. A los tres que “tomaron prestados” los denarios los sentencio a devolver diez veces el monto…
-¿Y si alguno de ellos muere? –Interrumpió Tito Pullo.
-La deuda la absorberán los otros dos…
-¿Y si mueren todos? –Volvió a interrumpir.
-Entonces –Dijo César fastidiado ya.- las armas, las corazas y lo que les corresponda del botín irán a parar a Argecilao. –Iba a interrumpir el centurión nuevamente pero César gritó.- ¡O a sus familiares si es él quien muere! –Esta respuesta agradó a Tito.- Por no pedir permiso para “tomar” el préstamo, los sentencio a un latigazo por moneda sustraída… Lucio Antistio compartirá este castigo por no haber explicado las reglas.
-¡Si mi General! –Grito el decurión tratando de hacer méritos.
-Por la riña no voy a castigarlos, creo que Argecilao ya lo hizo de manera harto suficiente. Y a ti, Cayo Rabirio Póstumo Argecilao, no te castigaré por pelear, sino por perder la cabeza y no mantener la mente fría. Te sentencio a cavar letrinas durante dos días.
Iba a protestar pero algo en el gesto de César y la sensación de sacarla muy barata me contuvo.
-Tito, haz que se cumpla.
-¡Si General!
Ya empezaban todos a retirarse cuando César se dirigió a mí particularmente.
-¿Ya aprendiste a usar el gladius?
-Si General.
-César, tú llámame Cesar.
-Si… César. –Aunque de reojo noté que nada les gustaba está confianza a los que se quedaron a presenciar la charla (toda mi decuria incluida).
-¿Quién te enseñó?
-Piscus… César.
-¡Ah! No hay mejor instructor que ese cunnus de viejo gladiador. ¿Y está conforme?
-Creo que si.
-Bien, bien, estoy de camino a ver a tu padre, le encantará saber que ya manejas “el cuchillo”.- Y soltó una carcajada, tras la cual picó el caballo y se alejó por la vía principalis.
-¡A ver! ¡Ustedes cuatro! –Gritó Tito Pullo sacándonos de nuestra ensoñación.- Vengan conmigo, les haré efectivo el castigo en este preciso instante. Tú, galo –Dijo señalándome.- Mañana y pasado mañana cavarás las letrinas. –Luego miró a Antistio.- Esta vez si que eres hombre muerto… ¡Y ustedes tres también! –Gritó a los pompeyanos.
-¿Y el galo por qué no es hombre muerto? –Le preguntó Luperco a Hibrido por lo bajo, más el centurión escuchó.
-¿Él? –Preguntó en voz alta.- ¡Él no! ¿No se dieron cuenta de que es “amigo” de César?
No se por qué no me gustó el tono de su voz… y un profundo escalofrío recorrió mi espalda.


Final del capítulo 10
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